Homilía del Card. Sean O'Malley en la misa de inauguración del 83º Capítulo General de los HH. Menores Capuchinos, en el Colegio Internacional S. Lorenzo de Brindis (Roma). Acto de apertura del Capítulo.


En una de las biografías más conocidas de San Francisco existe un relato en el que Francisco pide a Fr. León: “Fr. León, ¿qué cosa en particular te ha permitido descubrir a Dios en tu vida?”. En un primer momento León no quiso responder, pero Francisco insistió y así, finalmente, León respondió: “¡Bien, si tu supieras… por gracia de Dios nací perezoso y, como era perezoso, descubrí a Dios. Si hubiese sido como mis hermanos y hermanas que son muy trabajadores o llenos de iniciativas hubiese tenido mucho éxito y hubiese hecho mucho dinero. Pero, por el contrario no, me gustaba caminar por los campos y mirar las flores y escuchar a los pájaros. De noche me subía al tejado de la casa de mi padre para observar las estrellas y los planetas. Me preguntaba de dónde podía venir tanta belleza. Al principio fue solo curiosidad pero luego se convirtió en un ardoroso deseo de conocer la fuente de toda la Belleza y de toda la Bondad. Y ha sido así como, siendo perezoso, he descubierto a Dios”. La moral de la historia no es que seamos perezosos, sino que tenemos que dar espacio y tiempo a Dios. Sólo entonces podremos verdaderamente llegar a ver su amor y su belleza. Sólo descubriendo a Dios descubrimos quiénes somos nosotros, por qué estamos aquí y qué es lo que debemos hacer. Un Capítulo General debe por tanto dar amplio espacio a la pereza de Fr. León, tiempo y espacio al descubrimiento de la belleza y bondad de Dios. San Francisco no da demasiadas instrucciones para el Capítulo General. Pero él quiere que los hermanos inviten a un Cardenal. Según su característica humildad, los Capuchinos han invitado al más insignificante miembro del Colegio Cardenalicio . Tener un Cardenal en el Capítulo pone de relieve nuestro lazo de unión con la iglesia universal y con el ministerio de Pedro. Nosotros, los Capuchinos, no somos una secta aislada o un grupo esotérico. Nosotros somos católicos, discípulos de Jesús, parte de su Cuerpo, la Iglesia. El Cardenal Hugolino fue al Capítulo por el gran amor a Francisco y a los hermanos. Francisco le prometió que los hermanos habían rezado por él. También yo vengo por el gran amor a Francisco, al que considero mi Padre, y por vosotros, que sois mis hermanos. Como Hugolino pido vuestras oraciones. Otra enseñanza de San Francisco es que el Capítulo se celebre en Pentecostés: esto es porque el santo quería que el Espíritu Santo fuese el Padre General. Nuestros Superiores han escogido celebrar este Capítulo a finales de agosto esperando encontrar un clima menos agradable, en coherencia con la austeridad capuchina. Pero, para nosotros, Pentecostés es una fiesta movible. Hoy es Pentecostés. Nuestro capítulo es Pentecostés. En los Hechos de los Apóstoles encontramos el primer Pentecostés: los discípulos estaban reunidos en intensa oración, llenos de deseos y de grandes expectativas, perseverantes en la oración, en compañía de María y bajo la sombra de Pedro. Es un acontecimiento eclesial, es un nuevo comienzo, es un cumpleaños. Bernardo de Andermatt, gran general de la Orden, describía el programa de nuestra vida como “contemplación y apostolado”. Este es el verdadero Pentecostés. Una intensa oración y vida de comunidad en el Cenáculo, el lugar del “mandatum” y de la Eucaristía, el lugar adecuado para el trozo del evangelio de hoy sobre el amor en san Juan. Y luego la explosión del celo apostólico, el valioso testimonio de nuestra fe en Jesucristo crucificado y resucitado de entre los muertos. Jesús que ría pescadores de hombres, no guardianes de un acuario. En Pentecostés los discípulos echan las redes del Evangelio con valentía y seguridad. Pentecostés es un tiempo de unidad. Las antiguas divisiones de Babel, la ciudad herida por el orgullo humano y las rivalidades, quedan sustituidas por la unidad por la que Jesús ha orado. Y todas las gentes de tantas culturas y lenguas diferentes, oían las maravillas de dios, las cosas maravillosas de Dios, cada uno en su propia lengua. El lenguaje del Espíritu trasciende todas las fronteras de lengua, raza, generación y clase social y forja una familia. Temo que en el pasado hemos usado mal el concepto de multiformidad para mitigar nuestro estilo de vida, que ha supuesto menos oración, menos ayuno, menos austeridad. En el tiempo de la globalización necesitamos la unidad de Pentecostés para estrecharnos el uno con el otro, y profundizar nuestra decisión en los ideales de oración, austeridad, pobreza, fraternidad y servicio a la Iglesia y esto reforzará nuestra identidad y atraerá nuevas generaciones de hermanos de “toda nación que existe bajo los cielos”. Pentecostés es también tiempo de elecciones. Pedro interrumpe la oración para elegir al que deberá ocupar el lugar de Judas. Había dos candidatos, tal vez uno era “liberal” y el otro conservador. Ellos quería uno que hubiese sido testigo de la resurrección, y Pedro oró: “Tú, Señor, que conoces el corazón de todos, muéstranos a cuál de estos dos has elegido” (Ac. 1, 24). He pensado siempre que Matías tuvo una de las tareas más fáciles como apóstol. Porque, aunque hiciese poco, siempre la gente diría: “¡Está bien, siempre es mejor que Judas”. Vosotros no estáis aquí para elegir al que ocupará el puesto de Judas, y ni siquiera el puesto de fr. John Corriveau: estáis aquí para elegir al que ocupará el puesto de Francisco. Necesitamos una persona amable, pero fuerte, inflamado en la misma pasión que Francisco. Necesitamos un hombre que haya sufrido y que esté dispuesto a sufrir. Un hombre que ame a los hermanos hasta el punto de ser un Padre, no un padre indulgente, no que esté ausente como están los padres del mundo de hoy. Un Padre que nos haga crecer en el amor y en vivir nuestra vocación. Un Padre que nos muestre que nuestra vocación no es una gracia que se vende a bajo precio. Bonhoeffer solía decir que una gracia que se vende a bajo precio es un bautismo sin la vida de la Iglesia, una comunión sin confesión, una absolución sin arrepentimiento; una gracia a bajo precio es una gracia que no tiene seguidores, una gracia sin cruz. Es un fraude. La gracia que verdaderamente vale es el tesoro escondido en el campo que por amor a él, uno se alegra al encontrarlo y corre veloz a vender todo lo que posee. Es una perla preciosa, de gran valor. Para adquirirla el mercader vende todo lo que tiene. Es el reino de Cristo que por amor a él uno llega a arrancarse un ojo si le sirve de tropiezo. Es la llamada de Cristo que para responder a ella, el discípulo deja sus redes y todas sus cosas para seguirlo. La gracia que verdaderamente vale es la de presentar la otra mejilla, el caminar una milla más, dar la túnica y el manto al que pide nuestra ayuda. Sí, vuestra enorme responsabilidad está en encontrar otro Francisco que sea nuestro jefe y, al mismo tiempo, nuestro Padre. Un Padre anima y sostiene a sus hijos, incluso los desafía, y, finalmente, los coge y ayuda para que lleguen a ser aquello para lo que han sido llamados. El Rey Luís XV dio este apelativo a los Capuchinos: “Los bomberos más importantes” de su querida París. Nosotros no dirigimos ya el corporativo de los bomberos en Francia como antes lo hacían los Capuchinos, pero la metáfora continua siendo válida. Los Capuchinos deben ser como los bomberos de Dios que yendo hacia los lugares de mayor riesgo manifiestan la necesidad la necesidad de llevar el amor de Dios por su pueblo. El cardenal Richelieu no era un cardenal muy piadoso que digamos, pero conocía muy bien a los Capuchinos. Siempre estaba diciendo: “Los Capuchinos son los hombres del fuego y de la peste”. Nuestra vocación como Capuchinos es una gracia que vale mucho. Debemos ser hombres convertidos al Evangelio, inflamados del amor a Cristo y del celo por las almas, dispuestos a ocupar el último puesto, aceptar el trabajo peor y la situación más peligrosa. Cuando yo era seminarista, nuestros profesores nos repetían: “Los Capuchinos son los marines de la Iglesia”. Este ideal me llegaba profundamente al corazón. Sabía que no eran palabras vacías porque el Provincial había escrito a Roma diciendo: “Dad a nuestra Provincia otra misión que sea de las más difíciles y que sea para nosotros como un gran desafío”. Este ideal no se basaba en la arrogancia o en el orgullo, sino en un amor que inflama, en una gran confianza en el amor de Dios hacia nosotros, que nos da valor ante los mayores peligros y en las y en las dificultades más grandes. Nuestro Padre General no tiene que ser una persona de una gran belleza. San Francisco era una pequeña hormiga negra. Tampoco debe ser una persona brillante, basta con que tenga un buen sentido. Pero lo mismo que para Francisco, su libro debe ser la cruz; y su vida debe proclamar que nuestra vocación es una gracia de gran valor. Debe ser un hombre de fe y un hombre alegre que inspire en todos nosotros la libertad que proviene del amor, de modo que seamos capaces de entregarnos totalmente a Dios, a nuestros hermanos, a la Iglesia, a los pobres y a todos los marginados. Toda la vida de Francisco es amor llevado hasta el extremo. Y es por esta misma razón por la que constantemente desemboca en la Eucaristía, el sacramento del amor sacrificial de Cristo. En el evangelio de hoy San Juan escribe: “hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene”. El Papa Benedicto cita esta frase en su bellísima encíclica “Deus Caritas est”. Francisco era un hombre que conocía y creía en el amor de Dios. El ángel dijo a San Agustín: “Tolle et lege, toma y lee”. En la palabra de Dios él encontró el camino que conduce al amor de Dios. Francisco leyó el amor de Dios crucificado en toda la creación, en la cruz (Su libro), en la Eucaristía y en los Santos Evangelios. Todo lo que Francisco vio era amor, amor y aún más amor. Por eso estaba siempre alegre. En los evangelios sinópticos las Escrituras nos cuentan de Jesús que enseñaba el gran mandamiento: amar a Dios sobre todo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos. En estos mismos Evangelios encontramos la enseñanza de Jesús sobre el amor a nuestro prójimo e incluso a nuestros enemigos. ¡Qué difícil es esto! Chesterton dice que Jesús nos manda amar a nuestro prójimo y a nuestros enemigos porque, de hecho, son la misma persona. Pero cuando llegamos al cuarto evangelio y a las cartas del discípulo amado, el énfasis es diferente. Juan subraya la enseñanza de Jesús sobre el amor que debe existir entre sus discípulos, como las lecturas de la misa de hoy nos recuerdan. En el Evangelio de Juan Jesús lava los pies de los discípulos y les da el mandamiento nuevo: “En esto todos conocerán que sois mis discípulos: si os amáis el uno al otro”. Hoy nuestro santo Padre Francisco nos dice: “En esto todos sabrán que sois Capuchinos: por vuestro amor fraterno”. El anciano Apóstol Juan, que vivía en una cueva en la isla de Patmos, lo llevaban al lugar donde se celebraba la Eucaristía para que hiciese la homilía. Su homilía era siempre la misma: “Queridos míos, amaos los unos a los otros”. Al final alguno tuvo el coraje de preguntar al Discípulo Amado por qué su mensaje era siempre el mismo. Juan respondió que repetía siempre este mensaje porque esto era lo que Jesús había enseñado a él y a sus discípulos continuamente. “Amaos los unos a los otros”. A través de la pereza de Fr. León, el tiempo y el espacio para la contemplación, descubriremos lo que Francisco descubrió con cada fibra de su ser: que Dios es amor. Descubriendo quién es Dios, descubrimos también quiénes somos nosotros, por qué estamos aquí y qué es lo que tenemos que hacer. Nos encontramos frente a grandes desafíos en el mundo moderno. La cultura de la muerte trata de seducirnos bajo la insignia de la libertad. La verdadera libertad es dar la vida por los amigos. El amor es más fuerte que la muerte. El amor arranca de nosotros el miedo, hermanos míos. Afrontemos los desafíos con confianza. ¡Que el Capítulo comience! Que sea un nuevo Pentecostés que inflame nuestros corazones con su amor. En este tiempo intenso de fraternidad y de oración, el Espíritu desciende sobre nosotros, mientras nosotros perseveramos en oración con María, la Madre del Divino Pastor y con nuestros hermanos en todo el mundo. Como hermanos menores, como hermanos universales, tratemos de vivir radicalmente un evangelio de vida y dificultades sin, por ello, cansarnos de construir una civilización del amor. Alimentados por la Eucaristía y por nuestra vida de fraternidad, tendremos el coraje de ser los “bomberos de Dios”, y de serlo con alegría.

2. Beato Apolinar de Posat. Capuchino, Mártir



8. La Natividad de la Virgen





12. Santo Nombre de María



14. La Exaltación de la Santa Cruz



15. Nuestra Señora de los Dolores



17. Las llagas de San Francisco



19. San Francisco Mª de Camporroso. Capuchino



21. San Mateo, Apóstol.



22. San Ignacio de Santiá. Capuchino



23. San Pío de Pietrelcina. Capuchino



26. Beatos Aurelio de Vinalesa y CC. Mártires Capuchinos de Valencia



28. Beato Inocencio de Berzo. Capuchino



29. Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael



30. San Jerónimo. Doctor de la Iglesia