Desastre en las Cruzadas: así se perdió para siempre la reliquia más importante de la Cristiandad
En 1187, un ejército franco que portaba la ‘Vera Cruz’ fue derrotado en los alrededores de Jerusalén por el sultán Saladino
Lo dejó escrito Lucas en su Evangelio: «Llevaban con él a otros dos, que eran malhechores, para ser muertos. Y cuando llegaron al lugar llamado de la Calavera, le crucificaron allí, y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Y Jesús decía: ‘Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen’». Se cuentan por decenas –quizá por cientos, me disculpen por no haberlas contado– las referencias de las escrituras a la cruz en la que fue martirizado Cristo, la ‘Vera Cruz’. A cambio, no sucede lo mismo con su paradero y su destino. Perdida durante tres siglos, la leyenda cuenta que fue encontrada por Elena de Constantinopla y que, siempre fue anhelo de imperios, pasó de unas manos a otras en Jerusalén durante las Cruzadas.
Sí sabemos por las crónicas de la época que una buena parte del «madero en el que fue crucificado» Jesús, o eso creían los francos, se hallaba en poder del ejército cruzado que se enfrentó a Saladino en la batalla de los Cuernos de Hattin. Y sí conocemos también que, aquel 4 de julio de 1187, el monarca de Jerusalén Guido de Lusignan perdió aquella reliquia para siempre a manos del sultán. El error fue sonado, como así lo fue la derrota de la caballería pesada cristiana, la posterior pérdida de la Ciudad Santa y, a la larga, la expulsión de Oriente Próximo un siglo después.
Hallada
El hallazgo de la ‘Vera Cruz’ se encuentra a caballo entre la realidad y el mito; aunque es cierto que esconde mucho más de lo segundo. La leyenda se remonta al siglo IV y tiene como protagonista a la emperatriz Elena, más conocida por ser la madre de Constantino I el Grande –sí, ese que autorizó el culto al cristianismo en Roma y dio un giro al devenir de la Ciudad Eterna–. Fue ella la que decidió viajar a Jerusalén desde Constantinopla en busca de la reliquia, y lo hizo cuando habían pasado ya tres siglos desde la última vez que había quedado constancia de su existencia en los escritos.
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La curiosa leyenda de Elena pasó a los libros gracias a Jacopo della Voragine. Este obispo del siglo XIII, cuyo nombre ha sido castellanizado como Santiago, la dio a conocer en la que fue su obra más popular: ‘La leyenda dorada’. Un compendio de vidas de santos que ha sido calificado por el periodista y divulgador Aldo Cazzullo –autor de ‘El imperio infinito’ (Harper Collins)– como un auténtico ‘longseller’ de la Edad Media. Aunque, eso sí, de tintes bíblicos. «La obra comienza con la muerte de Adán: es el primer hombre y, por tanto, también el primero en morir, Para mitigar ese momento de terror desconocido, Set, hijo de Adán, va al paraíso a pedir el aceite de la misericordia», explica.
Jacopo sostiene en su texto que Elena llevó a cabo la primera peregrinación de la historia hasta Jerusalén. Confirma además que removió la urbe para hallar la reliquia perdida y que amenazó, con el apoyo del obispo Macario, a los rabinos: o le contaban dónde diantres se hallaba, o los quemaría vivos. Al final fue un judío quien le desveló el misterio… Y de nombre Judas. Así lo narró el monje medieval en ‘La leyenda dorada’:
«Santa Elena mandó demoler el templo de Venus y arar el solar. Terminadas estas operaciones, Judas se arremangó su túnica, tomó un azadón y comenzó a cavar con gran fuerza y profundidad en aquel terreno, y cuando hubo excavado una especie de pozo, al seguir ahondando en el fondo del mismo, a unos veinte pasos de distancia con relación a la superficie exterior del suelo, descubrió tres cruces, las rescató y las llevó ante la reina».
¿Cuál era la ‘Vera Cruz’ de Jesús? ‘La leyenda dorada ofrece su versión, aunque existen varias.
«Para discernir cuál de ellas fuese la de Cristo, y evitar su confusión con las de los dos ladrones, la emperatriz mandó que las tres fuesen colocadas en un lugar público, en medio de la ciudad; santa Elena esperaba confiadamente que de algún modo maravilloso habría de manifestarse la gloria del Señor. No quedó defraudada, porque, a la hora de nona, pasó por la plaza en que se hallaban expuestas las tres cruces un cortejo fúnebre formado por numerosas personas que acompañaban el féretro de un joven al que llevaban a enterrar. Judas detuvo a los portadores del difunto e hizo que el cadáver fuese depositado sucesivamente sobre las tres cruces. Colocado el cuerpo del muerto sobre la primera y sobre la segunda cruz, no ocurrió nada; pero, en cuanto lo pusieron sobre la tercera, el difunto inmediatamente resucitó».
Y perdida
Al parecer, Elena mandó edificar una iglesia –la del Santo Sepulcro– en el lugar en el que había sido hallada la ‘Vera Cruz’. La reliquia permaneció en manos cristianas hasta el año 610, cuando los persas tomaron la ciudad y se la quedaron. A partir de entonces, comenzó a cambiar de manos de forma constante. Su devenir se difumina hasta el 1009, cuando el califa ordenó prender fuego al lugar. La lógica dicta que la cruz podría haberse perdido para siempre, pero, según la leyenda, la orden del Temple la encontró noventa años después, ya con la urbe en poder de los cristianos. Desde entonces, el tesoro quedó bajo su custodia.
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Y a partir de aquí comienza la historia con mayúsculas. A comienzos del siglo XII, aun con la ‘Vera Cruz’ en su poder, la situación política no podía ser peor para la capital del reino cristiano en Tierra Santa. Tras décadas de guerra y de cruzadas, Balduino IV, el rey de la ciudad, falleció en 1185. Su sucesor fue el belicoso Guido de Lusignan, un galo que llegó acompañado de la facción más dura de los caballeros cruzados. Si su predecesor había apostado por no apartarse de la seguridad de los muros de Jerusalén, él decidió arremeter contra Saladino, al frente de los musulmanes, en campo abierto. Y, lo que es peor, lejos del líquido elemento.
Para garantizar la victoria sobre Saladino, el monarca pidió al patriarca Heraclio que acudiera a la cruzada con la ‘Vera Cruz’. Es lógico: su presencia suponía un aliciente para la moral del ejército. El religioso declinó la oferta, pero permitió que esta fuese portada en combate por el obispo de San Juan de Acre. Los de Jerusalén salieron con todo al frente. La batalla definitiva entre ambos ejércitos se sucedió en una colina conocida en la actualidad como los Cuernos de Hattin el 4 de julio de 1187. Los cristianos tenían a su favor la caballería pesada, pero no fue suficiente. Cercados en un cráter natural, fueron asaetados por los jinetes ligeros del sultán sin remedio.
Narra el profesor Jonathan Phillips en ‘Los guerreros de Dios’ (Ático de los Libros) que, «el propio Guido fue aprisionado poco después, al igual que la ‘Vera Cruz’, un enorme objeto de oro y joyas que contenía el madero sobre el que se creía que Cristo fue crucificado». Los musulmanes comprendieron de inmediato su importancia espiritual como talismán del ejército cristiano y lo guardaron con celo. Así lo recogió el cronista Ali Ibn al-Athir, nacido en el siglo XII:
«A sus ojos [de los cruzados], tomarla fue más importante que la pérdida del rey; era lo peor que les había sucedido en el campo de batalla, porque esa cruz era irreemplazable. Su veneración era su deber prescrito. Se desmayaban ante su aparición, daban su sangre por ella. Así que, cuando se tomó la gran cruz, grande fue la calamidad que les sobrevino, y su vigor desapareció».
Desde luego que fue una debacle. A la pérdida de la ‘Vera Cruz’ se unió la caída de la Ciudad Santa. Y se cuenta que los dos sucesos hicieron que el anciano papa Urbano II muriese conmocionado. La historia nos dice que Saladino se llevó consigo la reliquia y jamás la devolvió. Todo ello, a pesar de que el rey inglés Ricardo Corazón de León solicitó al musulmán durante la Tercera Cruzada que se la devolviese. Pero nada de nada. No aceptó ni entregarla como pago de soldados árabes capturados, ni como trueque para recuperar ciudades. La joya se quedó, de forma oficial y para siempre, en manos del enemigo. Leyendas existen a pares sobre su posible hallazgo. Algunas, centradas en los Templarios. Pero, como se suele decir, eso es otra historia.