600 años del primer
vía crucis de Europa
Fue el beato Álvaro de Córdoba, dominico, quien trajo la idea consigo de implantar en España lo que había visto en la vía Dolorosa de Jerusalén, una oración con estaciones para contemplar la Pasión de Jesús
Este año 2023 los dominicos están de celebración. El pasado martes, 18 de julio, se cumplieron 700 años de la canonización de santo Tomás de Aquino, que tuvo lugar en 1323. Esta festividad será recordada durante todo el curso con congresos, exposiciones, publicaciones y con una dimensión orante y celebrante en la que se incluye un jubileo. Pero esta España nuestra suma también en 2023 otra efeméride más desde la Orden de Predicadores. En 1423, 100 años después de la canonización del Aquinate y hace exactamente 600 años, un fraile dominico, Álvaro de Córdoba —nacido en Zamora—, fundó a las afueras de la ciudad cordobesa un convento que supuso el comienzo en tierras hispanas de las reformas de las órdenes religiosas y la llegada a Europa de una de las tradiciones espirituales y prácticas piadosas de más enjundia y sabor religioso, el primer vía crucis de la cristiandad.
Aquel siglo XIV y los comienzos del siglo XV no fueron tiempos fáciles para la vida religiosa. Estaba marcada por las realidades sociales y políticas de la época. La peste negra, la crisis de Aviñón con hasta tres Papas a la vez o los conflictos bélicos, como la guerra de los Cien Años, atrajeron a las órdenes religiosas a multitud de hombres y mujeres que encontraron en ella un refugio para los tiempos recios, duros y peligrosos que les rodeaban. Eso desembocó en la denominada claustra, que llevaba consigo una forma de afrontar la vida religiosa bastante alejada del modelo regular y cumplidor que se suponía para la vida de los frailes y las monjas. Eran vidas poco religiosas, muy licenciosas y dedicadas más al cultivo de la propia comodidad y los placeres que a la búsqueda de Dios o de la caridad con los hermanos.
Sin embargo, esa realidad de la claustra trajo también, a fuerza del impulso del Espíritu Santo, una reacción que buscaba sanear la vida religiosa. Un intento de reforma entre los dominicos —como algún tiempo después harían santa Teresa de Ávila y san Juan de la Cruz entre los carmelitas—, que estuvo liderado en tierras italianas por santa Catalina de Siena y por el beato Raimundo de Capua. Lo que buscaban era regresar a la fidelidad del primitivo carisma regular de santo Domingo de Guzmán, dedicado al estudio, la contemplación y la predicación desde una vida comunitaria regular.
Ese comienzo italiano poco a poco fue extendiéndose por toda Europa y dando sus frutos durante los siglos XV y XVI con grandes figuras para la Iglesia, como los frailes del convento de San Esteban de Salamanca y su famosa Escuela de Teología y Filosofía, que a su vez se desbordó en la evangelización americana con un Antón de Montesino, un Pedro de Córdoba o un Bartolomé de las Casas, incansables defensores de los pobladores americanos. Muy significativo para toda la identidad dominicana es que la reforma no supuso, como en otras familias religiosas, la ruptura en distintas órdenes. Siempre se salvaguardó la unidad y la reforma no se hizo ni con imposiciones ni con dramáticos enfrentamientos, sino que fue poco a poco ganando, desde sus propios valores comunitarios y democráticos, la vida de los frailes predicadores para una mayor tensión y responsabilidad religiosa en la misión de la predicación.
Fue el beato Álvaro de Córdoba, con su fundación del convento de Santo Domingo Scala Coeli en la sierra cordobesa, el responsable de la implantación de dichos modos reformados en los reinos de la península ibérica. Tras una peregrinación a Tierra Santa que le hizo pasar por los conventos de Italia que habían ido ganando santa Catalina y el beato Raimundo con su palabra y su enseñanza, el fraile zamorano, que había sido profesor de Teología y confesor de reyes en Valladolid, a su vuelta a España y al encontrar un lugar en la sierra cordobesa que le recordó por su orografía a los alrededores de Jerusalén, decidió fundar un convento solitario y retirado para vivir como había conocido en tierras italianas.
De la mano de la figura de Álvaro de Córdoba llegó a esa sierra cordobesa, y con ella al resto de las Españas y después a toda Europa, el formato del vía crucis. Que esta oración tiene como origen en su nacimiento a los dominicos y que ese origen está vinculado a Andalucía poca gente lo sabe. Trajo Álvaro una forma embrionaria del vía crucis tal y como lo conocemos hoy a través de lo que había visto en Tierra Santa a su paso por la vía Dolorosa, las mismas calles que Jesús recorrió con la cruz a cuestas y que aún hoy son recorridas por multitud de peregrinos en su visita a los Santos Lugares.
Quiso el beato colocar entonces en los alrededores del convento cordobés, a modo de diferentes capillas y altares, varios puntos en los que pararse a meditar en esos momentos del final de la vida del Nazareno. No fueron aún 14 las estaciones de parada, pero esta primera propuesta sí es tenida por los historiadores como el comienzo, el proyecto de lo que terminaría siendo el vía crucis actual, que tiempo después se fue desarrollando por toda la geografía española y europea y que hoy es una oración fundamental, especialmente en Semana Santa.
El mendigo que se convirtió en Cristo
Multitud de anécdotas jalonan la vida del beato Álvaro nacidas de su piedad, su compasión y su predicación, siendo la más relevante por su enjundia teológica y espiritual la referente a la imagen llamada el Cristo de san Álvaro, venerada en Scala Coeli. Cuando regresaba de predicar desde la ciudad de Córdoba hasta el convento, que está a unos diez kilómetros, en una cuneta del camino se encontró un mendigo desmayado que no podía ni hablar. Lo recogió envolviéndolo en su capa para subirlo al convento y cuidar de él allí. Al llegar y abrir el manto, en lugar del mendigo llevaba en sus brazos la figura de un Cristo que aún se conserva en Scala Coeli.
La clave de lectura es evidente: en los últimos, los pobres y desvalidos, es donde encontramos a Cristo.