Alpandeire: El Pueblo del Beato Fray Leopoldo
Vaya desde aquí nuestro más sincero agradecimiento al autor de este precioso texto que nos ha cedido, José Antonio Castillo Rodríguez, de su libro Tres viajes románticos por la Serranía de Ronda y a la Editorial La Serranía de Ronda por cedernos el texto por ella publicado.
Visito la casa de uno de los campesinos sobrevivientes de los viejos usos de estas serranías. Penetro en un patio cubierto, donde me recibe Caqui, quien me muestra con orgullo todo un arsenal de los frutos de sus huertos, y todas las provisiones recolectadas de los campos circundantes.
Tengo aún en mi huerto pimientos de freír y de asar, coloraos para la matanza y los potajes, berenjenas, incluso tomates, los últimos ya, que parece que están malas, porque tienen manchas, pero no, son sanos, cómase usted este, córtelo por la mitad y le pone un poquito de sal gorda de ésta… ¡A qué esto bueno!. Mire usted las setas, mire usted qué yema de huevo (Amanita caesarea) mas hermosa, y éstos son níscalos (Lactarius deliciosus), puestos a secar, y estas, chantanelas (Cantharellus cíbarius), pero también verá granadas, las primeras, y, castañas, y ya mismo, los caquis, los membrillos… El otoño es que es el tiempo mejor del año, que el campo da de casi todo, y casi sin labor.
Colgados de las vigas, ramos de manzanilla (Matricaria chamomilla), poleo (Mentha pulegium), y hierba luisa (Aloysia trípilla), además de orégano (Origanum vulgare), almoradux (Tlzymus mastichina), cantueso (Lavandula stoechas), y tomates de colgar, guindillas, uvas pasas… Y todo aquel conjunto, todas aquellas ofrendas, delicadamente organizadas por la mano sabia de aquella mujer, que me enseñó esa mañana, en tan sólo media hora, alguno de los innumerables secretos de la vida campesina, de los ciclos de la tierra, de la conservación de los suculentos dones del generoso otoño de la sierra. Almuerzo en el Restaurante Remedios, previa reserva por la mañana, que me ofrece toda una extensa gama de carnes ibéricas y primeros platos bastantes contundentes. En este establecimiento se puede adquirir igualmente una buena chacina.
Tras el café, camino entre magníficos encinares hacia Alpandeire, el pueblo de Fray Leopoldo, un humilde cabrero de estas sierras que fue a parar a un convento de Granada, donde ejercía de limosnero, y donde adquirió fama de santidad, como constatan los numerosos creyentes que le prestan su devoción. Estos encinares formalizan espacios adehesados y montes donde pastan de nuevo los cerdos ibéricos, una vez superada la epizootia de la peste africana que asoló la cabaña del Genal en los años 50 y 60. Pero entre este saltus o bosque natural, no será extraño encontrar algún espacio cultivado, casi siempre en las dolinas o depresiones abiertas sobre las calizas, con hermosos olivares y campos de almendros. Es muy hermoso este trayecto, acompañado como voy por las formidables encinas, las citadas islas de cultivos, y, al este, la silueta parda y desmesurada del Jardón, poblada de pinos insignes (Pinus radiata), alcornoques, quejigos y castaños.
Al-pendayr, el pandero, híbrido mozárabe, se establece justo en la línea de separación de las calizas del Oreganal y las pizarras, lo que da lugar a la proliferación de manantiales y sistemas de huertos que copian fielmente el modelo antes descrito. Tiene esta población a gala poseer la denominada Catedral de la Serranía, un gran templo parroquial que se levanta exageradamente en medio del caserío. Tan exageradamente que la iglesia parece humana copia del imponente edificio de la Sierra del Oreganal que cobija al pueblo: los hombres, tal vez ensimismados por semejante mole no quisieron ser menos, y levantaron ese templo como símil de la montaña que protege sus vidas y afanes. De planta latina, posee tres naves abovedadas y crucero rematado con cúpula. Aunque la organización parece del siglo XVI, su actual estructura es dieciochesca, como se ve en la espléndida portada, dividida en tres calles que se delimitan con esbeltas pilastras. En la central, que sobresale, una sencilla puerta con arco de medio punto y una ventana, sobre la que destaca una airosa cornisa. Dos torres ochavadas con cuatro vanos enmarcados en pilastrillas culminan el notable edificio. Los paramentos muestran la estructura de hiladas de ladrillo en las esquinas, deliciosamente labradas, con los huecos en cal, y la parte superior se adorna, antes del tejado, con una extraordinaria cornisa perimetral a todo el conjunto. En la parte trasera observo un ábside que se remata con pináculos, decorado con pinturas, claro rasgo o huella de arte mudéjar. El pueblo conserva muy bien su trazado, y un paseo por sus calles resulta gratificante, pues aún podemos encontrar bastantes restos de la arquitectura popular. Se trata de un viario muy complejo, con frecuentes desniveles, calles que se estrechan, escalones, adarves, aunque todo el paisaje urbano queda dominado por la apabullante silueta del templo, que se eleva airoso hacia el cielo desde cualquier punto de vista. En estos enrevesados trazos la línea recta es casi una ilusión óptica, pues la distancia entre dos puntos no parece que sea aquí, como reza el adagio geométrico, el camino más corto. Cuando me pongo a pasear por ellos, deslumbrado por la cal y la luz, lo hago sin rumbo, buscando perderme en el laberinto, aunque vuelva sobre mis pasos al torcer cualquier esquina. Naufragando, como Juan Goytisolo, por las callejas de sus amadas medinas magrebíes, uno es feliz cuando pierde la orientación en estos pueblos, cuando no sabe hacia dónde se dirige, pues tras cada cruce, tras cada tapia, escalera o calleja, me espera la sor presa, ese delicado rincón, esa vieja puerta pintada de verde o azul, esa parra que da sombra a la tarde, esa fuente oculta de agua doncella, y concluyo que todos ellos perderían su gracia y encanto si estuviésemos hablando de algún frío y racional trazado hipodámico.
Sin embargo, la mejor visión de este pueblo se obtiene desde la carretera que nos lleva a Ronda. Desde allá arriba, Alpandeire se acurruca bajo la mole calcárea de Jarastepar, como un nido blanco en el borde mismo del gran bosque que baja hasta la desembocadura del Gorgote, justo al lado de las teselas de sembradío que alfombran las bandas de margocalizas de los alrededores. Trepando hacia la gris desolación de la montaña jurásica, unos olivos sobreviven y se aferran al barranco, milagrosamente lozanos, como un símil de la tenacidad de estos campesinos que, contra todas las adversidades posibles, lucharon con denuedo por sobrevivir y mantener su paisaje. Ciertamente, la laboriosidad de estos hombres era y es proverbial: sabemos que, en las épocas en que el mundo del Genal estaba oculto a los circuitos comerciales de nuestros días, sembraban éstos hasta en los huecos de los lapiaces del Oreganal, recogiendo el grano casi caña a caña, en una labor de enorme dificultad, tales eran las necesidades, y tal el empecinamiento en sacar de la tierra hasta el último jugo para el necesario autoabastecimiento.
Ya es la tarde y hay que volver. Lo mejor es hacerlo en dirección a la carretera Ronda-Algeciras y parar en lo más alto de la sierra, desde donde se contempla quizá la mejor vista de todo el territorio. Estamos en otoño, y con las últimas y apagadas luces que llegan desde la Dorsal Occidental, los castaños sacan a relucir sus colores cálidos entre el imponente y oscuro bosque de frondosas que se pierde en las hondas vallonadas de Las Alfaguaras, Los Huertos y el Gorgote. Muy a lo lejos, alguno de los pueblecitos del Genal Medio destaca su caserío entre la difusa luz que, lentamente, va apagando los contornos de aquellas arboledas y montañas. Es decir, el urbanismo de calles perpendiculares, en damero.
Tres viajes románticos por la Serranía de Ronda. José Antonio Castillo Rodríguez. Edit. La Serranía. Ronda 2008, pp. 120-124.
Rincones y cosas típicas de Alpandeire