Homilía

P. Raniero Cantalamessa. Predicador de la Casa Pontificia

P. Raniero Cantalamessa. Predicador de la Casa Pontificia 

«En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Filipo; por el camino preguntó a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que soy yo?
Ellos le contestaron: Unos, Juan Bautista; otros, Elías, y otros, uno de los profetas.
El les preguntó: Y vosotros, ¿quién decís que soy?
Pedro le contestó: Tú eres el Mesías.
El les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y empezó a instruirlos: El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar a los tres días.
Se lo explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió, y de cara a los discípulos increpó a Pedro: –¡Quítate de mi vista, Satanás! Tú piensas como los hombres, no como Dios.
Después llamó a la gente y a sus discípulos y les dijo:
–El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por el Evangelio, la salvará».

XXIV Domingo del tiempo ordinario (B) – 15 de septiembre del 2024

Isaías 50, 5-10; 2 Santiago 2,14-18; Marcos 8, 27-35

LA FE SIN OBRAS ESTÁ MUERTA

 

Homilía
El Evangelio de hoy recoge la célebre pregunta que Jesús dirigió a sus discípulos en Cesarea de Filipo. Pero en esta ocasión la intención de la liturgia no se dirige sobre la declaración de Pedro (“Tu eres el Mesías…”); sino sobre la predicción de la pasión que sigue: “Y empezó a instruirlos: El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar a los tres días”.

Ante estas palabras, Pedro “se lo llevó aparte y se puso a increparlo”, pero, difícilmente, olvidaría para el resto de su vida la respuesta que recibió de Jesús (probablemente Pedro mismo se lo contaría a Marcos): “–¡Quítate de mi vista, Satanás! Tu piensas como los hombres, no como Dios”. A continuación viene la enseñanza a la que todo el episodio se refiere: “Después llamó a la gente y a sus discípulos y les dijo:

–El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por el Evangelio, la salvará”.

La intención de la liturgia de orientar en este sentido la lectura del Evangelio está clara desde la opción de la primera lectura (el Siervo de Dios que ofrece la espalda a los que le golpeaban, la mejilla a los que mesaban su barba). En otras ocasiones hemos hablado tanto del acto de fe de Pedro como del tema de llevar la cruz. Por eso hoy nos detenemos en el tema de la fe y de las obras del que habla Santiago en la segunda lectura.

 “Hermanos míos: ¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: ‘Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago’, y no le dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras, está muerta por dentro. Alguno dirá: Tú tienes fe y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te probaré mi fe”.

Se ha pensado, a veces que Santiago se la haya tomado, en este texto, contra san Pablo, para el que “el hombre no es justificado por las obras de la ley sino sólo mediante la fe en Cristo Jesús” (Gál. 2, 16). Esto no es cierto. San Pablo no está en contra de lo que dice la Carta de Santiago. Basta leer el siguiente texto de la Carta a los Efesios que, si no está escrita por él, refleja su pensamiento:

“Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras para que nadie se gloríe. En efecto, hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos” (Efesios 2, 8-10).

Nosotros somos la obra de Dios; esto es lo esencial; la “obra buena” es la que ha hecho Dios en Cristo. Pero Dios no nos ha salvado en Cristo para que permaneciésemos en estado pasivo o, peor aún, en el pecado, sino para que cumplamos, a su vez, mediante la gracia y la fe, las obras buenas que él ha preparado para nosotros, que son las virtudes cristianas y, en primer lugar (sobre esto insiste Santiago) la caridad con el prójimo. En la primera parte de la Carta a los Romanos, Pablo insiste con fuerza sobre la justificación mediante la fe (Rom. 3, 21ss.), pero en la segunda parte hace un elenco de buenas obras (“obras de la luz” y “frutos del Espíritu” los llama él) que debe practicar el que ha creído: caridad, servicio, obediencia, pureza, humildad (cfr. Romanos 12-14).

Este tema de la fe y de las buenas obras, es una de aquellas síntesis que se van fatigosamente reconstruyendo entre los cristianos, después de largas controversias entre católicos y protestantes. El acuerdo es casi completo. Se sabe que no nos salvamos por las buenas obras, pero no nos salvamos sin las buenas obras; somos justificados por la fe, pero que es la fe misma la que nos empuja a realizar las obras.

Esto debe comenzar por la vida concreta de los creyentes. Debiendo comenzar por una parte, un gran filósofo, luterano, S. Kierkegaard, aconseja comenzar por las obras y explica el por qué: “El principio de las obras  — escribe —  es más sencillo que el principio de la fe”. Alcanzar una posición de auténtica fe supone una interioridad y una pureza de espíritu que es cosa muy ardua, tanto que en cada generación son pocos los que la consiguen, mientras que es mucho más fácil hacer algo, aunque sea de manera imperfecta.

Hoy nos bastaría con un ejemplo muy actual. Uno dice que siente verdadera compasión cuando ve los pobres niños africanos muertos de hambre y llenos de enfermedades, sin embargo, cuando aparecen estas imágenes en televisión, se ve “constreñido” a cambiar canal, no pudiendo soportar un espectáculo de tanto sufrimiento; pero no hace nada para evitarlo e incluso quisiera que aquellos pobres que llegan a nuestras costas volviesen a su casa. Pero, ¿no es esto exactamente lo que anatematiza Santiago?

Pero ¿qué necesidad tenemos de recurrir a la autoridad del apóstol cuando tenemos clara la del Maestro?. Jesús nos advierte que en el juicio final no dirá: “Tuve hambre y os habéis compadecido de mi, tuve frío tuvisteis compasión de mi…”. Dirá: “Venid benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, estuve en la cárcel y vinisteis a verme…”.

No podemos romper la síntesis, olvidando a Pablo para seguir a Santiago. Los dos van unidos. Concretamente, esto significa que debemos, sí, hacer las obras buenas, pero debemos hacerlas dentro de la fe. Como respuesta a lo que Dios ha hecho por nosotros, con espíritu de gratitud, no por otros motivos, comprendido, incluso, el de “ganarnos así el paraíso. El paraíso no lo ganamos nosotros con nuestras obras, sino que nos lo ha merecido Cristo con su muerte.

Hacer buenas obras dentro del ámbito de la fe significa no sentirnos superiores por haber hecho algo bueno, sino atribuirlo todo a Dios. Sentirnos deudores con los hermanos a los que ayudamos; no pretender el agradecimiento por parte de ellos. Significa no dejarnos guiar a la hora de hacer el bien por criterios humanos de simpatía o antipatía, sino, sobre todo, por la necesidad.

Santiago no cree que nosotros podamos hacer el bien con nuestras propias fuerzas. Por eso nos exhorta a pedir a Dios que nos ayude a hacer el bien: “Si alguno de vosotros carece de sabiduría, que la pida a Dios, que da a todos generosamente y sin echarlo en cara, y se la dará. Pero que la pida con fe, sin vacilar; porque el que vacila es semejante al oleaje del mar, agitado por el viento y zarandeado de una a otra parte” (Santiago, 1, 5-6).