Homilía

P. Raniero Cantalamessa. Predicador de la Casa Pontificia

P. Raniero Cantalamessa. Predicador de la Casa Pontificia 

«En aquel tiempo se acercaron unos fariseos y le preguntaron a Jesús para ponerlo a prueba: —¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?
El les replicó: —¿Qué os ha mandado Moisés?
Contestaron: -—Moisés permitió divorciarse dándole a la mujer un acta de repudio. Jesús les dijo: Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto. Al principio de la creación, Dios los creó hombre y mujer. Por ese abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.
En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. El les dijo: Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio.
Le presentaron unos niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: Dejad que los niños se acerquen a mí; no se lo impidáis; de los que son como ellos es el Reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el Reino de Dios como un niño, no entrará en él.
Y los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos».

XXVII Domingo del tiempo ordinario (B) – 6 de octubre del 2024

Génesis 2, 18-24; Hebreos 2, 9-11; Marcos 10, 2-16

SERÁN LOS DOS UNA SOLA CARNE

 

 

 

El tema de este XXVII Domingo es el matrimonio. La primera lectura comienza con las bien conocidas palabras: «Dijo el Señor Dios: No es bueno que el hombre esté sólo. Voy a hacerle una ayuda adecuada». En nuestros días el mal del matrimonio es la separación y el divorcio, mientras que en tiempos de Jesús lo era el repudio. En cierto sentido, éste era un mal peor, porque implicaba también una injusticia respecto a la mujer que aún persiste, lamentablemente, en ciertas culturas. El hombre, de hecho, tenía el derecho de repudiar a la propia esposa, pero la mujer no tenía el derecho de repudiar a su propio marido.

Dos opiniones se contraponían, respecto al repudio, en el judaísmo. Según una de ellas, era lícito repudiar a la propia mujer por cualquier motivo, al arbitrio, por lo tanto, del marido; según la otra, en cambio se necesitaba un motivo grave, contemplado por la Ley. Un día sometieron esta cuestión a Jesús, esperando que adoptara una postura a favor de una u otra tesis. Pero recibieron una respuesta que no se esperaban: ««Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón [Moisés] escribió para vosotros este precepto. Pero desde el comienzo de la creación, Dios los hizo varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre».

La ley de Moisés acerca del repudio es vista por Cristo como una disposición no querida, sino tolerada por Dios (como la poligamia u otros desórdenes) a causa de la dureza de corazón y de la inmadurez humana. Jesús no critica a Moisés por la concesión hecha; reconoce que en esta materia el legislador humano no puede dejar de tener en cuenta la realidad de hecho. Pero repropone a todos el ideal originario de la unión indisoluble entre el hombre y la mujer («una sola carne») que, al menos para sus discípulos, deberá ser ya la única forma posible de matrimonio.

Sin embargo Jesús no se limita a reafirmar la ley; le añade la gracia. Esto quiere decir que los esposos cristianos no tienen sólo el deber de mantenerse fieles hasta la muerte; tienen también las ayudas necesarias para hacerlo. De la muerte redentora de Cristo viene una fuerza  -el Espíritu Santo-  que permea todo aspecto de la vida del creyente, incluido el matrimonio. Éste incluso es elevado a la dignidad de sacramento y de imagen viva de su unión esponsalicia con la Iglesia en la cruz (Ef 5, 31-32).

Decir que el matrimonio es un sacramento no significa sólo (como a menudo se cree) que en él está permitida y es lícita y buena la unión de los sexos, que fuera de aquél sería desorden y pecado; significa –más todavía- decir que el matrimonio se convierte en un modo de unirse a Cristo a través del amor al otro, un verdadero camino de santificación.

Esta visión positiva es la que mostró tan felizmente el Papa Benedicto XVI en su Encíclica «Deus caritas est», sobre amor y caridad. El Papa no contrapone en ella la unión indisoluble en el matrimonio a otra forma de amor erótico; pero la presenta como la forma más madura y perfecta desde el punto de vista no sólo cristiano, sino también humano.

«El desarrollo del amor hacia sus más altas cotas y su más íntima pureza  — dice — conlleva el que ahora aspire a lo definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto implica exclusividad  — sólo esta persona –, y en el sentido del “para siempre”. El amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. No podría ser de otra manera, puesto que su promesa apunta a lo definitivo: el amor tiende a la eternidad (n. 6).

Este ideal de fidelidad conyugal nunca ha sido fácil (¡adulterio es una palabra que resuena siniestramente hasta en la Biblia!); pero hoy la cultura permisiva y hedonista en la que vivimos lo ha hecho inmensamente más difícil. La alarmante crisis que atraviesa la institución del matrimonio en nuestra sociedad está a la vista de todos. Legislaciones civiles, como la del gobierno español, que permiten (¡e indirectamente, de tal forma, alientan!) iniciar los trámites de divorcio apenas pocos meses después de vida en común. Palabras como: «estoy harto de esta vida», «me marcho», «si es así, ¡cada uno por su lado!», ya se pronuncian entre cónyuges a la primera dificultad. (Dicho sea de paso: creo que un cónyuge cristiano debería acusarse en confesión del simple hecho de haber pronunciado una de estas palabras, porque el solo hecho de decirla es una ofensa a la unidad y constituye un peligroso precedente psicológico).