Homilía de la Beatificación de Fray Leopoldo de Alpandeire


Homilía de Mons. Amato en la Beatificación de Fray Leopoldo de Alpandeire

Palabras del Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos pronunciadas en la mañana del 12 de septiembre de 2010, durante la ceremonia de Beatificación del fraile capuchino fallecido en Granada Fray Leopoldo de Alpandeire.

Excelencias Reverendísimas, Reverendos Padres Capuchinos, Reverendos Sacerdotes y Reverendas Religiosas, Autoridades civiles y militares, queridos hermanos,

1. La beatificación de Fray Leopoldo es hoy un acontecimiento de gran alegría y de júbilo inmenso para todos, de modo especial para la ciudad de Granada y para los beneméritos Padres Capuchinos, que tantos testimonios de santidad han dado a la Iglesia y al mundo. Fray Leopoldo, que desde el cielo se alegra al vernos aquí reunidos en oración, es otra piedra preciosa que embellece, con el esplendor de su existencia religiosa, la gloriosa Orden de los Capuchinos.

Un agradecimiento especial va dirigido a nuestro Santo Padre, Benedicto XVI, que con la carta Apostólica ha concedido el título de Beato a Fray Leopoldo de Alpandeire, exaltando su vida ejemplar de oración, de humildad y de su cercanía a los pobres y afligidos.

Como Moisés, también Fray Leopoldo, fue durante toda su vida un hombre de oración que suplicaba a Dios alejara los males de su pueblo y derramara sobre él sus bendiciones (Ex 32,7-14). Fray Leopoldo enseñó el camino de la justicia, según las palabras del salmista: “Enseñaré a los rebeldes tus caminos y los pecadores volverán a ti […]. Señor, ábreme los labios y mi boca proclamará tu alabanza” (Sal 51,14.17).

Fray Leopoldo fue el padre bueno, que se alegra del arrepentimiento del hijo rebelde y organiza una fiesta cuando regresa a la casa paterna (Lc 15,1-32). La liturgia eucarística de hoy subraya así la figura espiritual del Beato Leopoldo. Pero, ¿quién era en realidad Fray Leopoldo? Hemos escuchado la lectura de algunos de sus rasgos biográficos, por lo demás bastante conocidos por todos vosotros.

Permitidme compartir con vosotros algunas impresiones mías sobre esta extraordinaria figura de Hermano Capuchino Limosnero, cuya existencia se desarrolló casi toda en esta ciudad.

2. Si Granada es conocida en todo el mundo por La Alhambra, para muchos devotos diseminados por el mundo, Granada es la ciudad de Fray Leopoldo, la ciudad afortunada que ha contemplado el espectáculo glorioso de la santidad del Beato Leopoldo. Por eso, Granada en el 2006 nombró al humilde hermaníco limosnero Hijo adoptivo de la Ciudad.

Sin embargo, cuatro siglos antes, otro gran héroe de la caridad, san Juan de Dios, había recorrido las calles de Granada, realizando milagros y construyendo grandes obras de acogida y de asistencia para los enfermos y los pobres de su tiempo. Como san Juan de Dios, también el Beato Leopoldo recorrió día tras día, durante cincuenta años, las calles de esta maravillosa ciudad, edificando al pueblo de Dios con su caridad y su bondad. Fray Leopoldo quería santificarse imitando a otros grandes santos capuchinos, laicos y limosneros como él, como el romano san Félix de Cantalicio (1515-1587), el sardo san Ignacio de Láconi (1701-1781), el genovés san Francisco de Camporroso (1804-1866). Se cuenta que en la fiesta de san Félix de Cantalicio, hermano limosnero y primer santo capuchino, Fray Leopoldo preparaba las rosquillas que se bendecían en la misa conventual y luego se regalaban a los bienhechores. Como para san Félix, analfabeto, pero lleno de sabiduría para las cosas espirituales, también para nuestro Beato su libro era Jesucristo Crucificado y las únicas letras que conocía eran seis, cinco rojas y una blanca: las cinco letras rojas eran las llagas del Crucificado, la letra blanca era la Bienaventurada Virgen María.

3. Caridad, humildad y devoción mariana son los rasgos distintivos de su santidad. Todos los testigos afirman que Fray Leopoldo tenía un corazón de oro. Desde su infancia se había mostrado generoso y caritativo. Era habitual en él compartir su merienda con otros pastorcillos más pobres. Un día distribuía a los pobres el dinero, ganado con tanta fatiga en los duros meses de la vendimia de Jerez. Al verlo, el hermano mayor lo reprochó y le quitó de un manotazo el monedero. No pudiendo ya repartir más dinero, el joven Francisco Tomás entregó sus botas al pobre siguiente con el que se encontró.

Su vida estuvo tejida de trabajo y de oración. De capuchino, trabajó como hortelano, portero, sacristán, limosnero y, si hacía falta, como enfermero para cuidar a los enfermos y a los ancianos del convento. Pero su verdadero apostolado fue el de limosnero de su convento. Como hermano limosnero, se cargaba con las alforjas a las espaldas, como Jesús con la cruz, y así caminaba pidiendo limosna. Se hacía pobre para mantener a sus hermanos.

Recibía de la gente buena la limosna material, devolviendo a cambio la caridad de su bondad, de su serenidad, de su consejo. Siguiendo el ejemplo de san Francisco, nunca fue un ladrón de limosnas. Pedía y recibía sólo por amor de Dios. Con frecuencia recibía insultos, apedreamientos y una vez estuvo a punto de que lo lincharan. Pero los niños y la gente sencilla lo acogían jubilosos, porque hablaba de la bondad de Jesús y les señalaba el camino del cielo.

Cierto día un grupo de segadores le grito: “Vagabundo, trabaja en lugar de ir por ahí dando vueltas. Ya nos podrías echar una mano”. Fray Leopoldo se acercó y se puso a trabajar con ellos, dejándolos atrás por su habilidad de campesino. Les dijo que había sido un campesino como ellos y que en el convento cuidaba de la huerta: “Hermanos, soy uno más como vosotros”. Esto le permitió que lo mirasen con respeto e, incluso, pudo enseñarles un poco de catecismo.

Una vez entró en un comercio de Plaza Bib-Rambla. Aquel día el dueño había vendido poco y no sólo no le dio la limosna, sino que lo insultó gravemente. El Siervo de Dios escuchó con paciencia y se alejó. Al día siguiente regresó y le dijo: “Hermano, recemos a la Santísima Virgen tres Ave Marías”. Aquel hombre, conmovido, las rezó y durante un poco de tiempo Fray Leopoldo pasaba por allí para rezar las tres Ave Marías.

Llegó el tiempo triste de la persecución religiosa (1930-1939), que quería acabar con la Iglesia. Conventos quemados, religiosos y monjas expulsados o asesinados. Sin un proceso legal fueron asesinados 13 obispos, más de cuatro mil sacerdotes y religiosos y cerca de trescientas religiosas. Según los historiadores, una hecatombe de estas magnitudes en el breve periodo de pocos meses, no se había conocido ni siquiera durante los tres siglos de las persecuciones romanas y ni en la misma revolución francesa. Los capuchinos españoles asesinados bárbaramente fueron un centenar.

Fray Leopoldo sabía los riesgos que corría pidiendo limosna por las calles de Granada. Muchos le ahorraron porque los defendían los pobres, los cuales reconocían “es un pobre como nosotros”. Incluso los más acerbos anticlericales admiraban su mansedumbre, exclamando: “¡Si todos fueran como él!”.

Era caritativo incluso en los juicios sobre los demás excusando y justificando a todos. Decía la verdad, pero con caridad. Un día le preguntaron si consideraba santo a un compañero, que en modo alguno era ejemplar. Fray Leopoldo respondió: “Es santo a su manera”.

4. Su caridad venía acompañada de una extraordinaria humildad. Un día nuestro Beato entró en el Café Suizo y se acercó a una mesa. Recibió insultos y golpes. Cayó por tierra. Levantándose, dijo con humildad: “Me habéis golpeado y tirado al suelo; ahora, por favor, dadme la limosna por amor de Dios”.

Toda Granada pedía oraciones y consuelo a Fray Leopoldo. La gente piadosa le decían con frecuencia: “Fray Leopoldo, rece por mí, porque Usted es un santo”. Enseguida respondía: “Santo no, no soy un santo. Santo es el hábito que llevo”.

Era enemigo de las alabanzas y rechazaba la adulación. La gente no se le acercaba solamente por su caridad, por su fama de milagrero, por sus consejos llenos de sabiduría. Lo buscaba, sobre todo, por su humildad, lo veían como un verdadero amigo de Dios y del prójimo. No manchó nunca su corazón con la soberbia. No se subió nunca al pedestal de la gloria. Jamás se jactó nunca de nada. En comunidad buscaba siempre retirarse al rincón más escondido. Cuando celebró los cincuenta años de profesión, el 16 de noviembre de 1950, un periódico de Granada escribió artículos llenos de estima y de alabanza. Fray Leopoldo sufrió mucho por ello: “Qué apuro, nos hacemos religiosos para servir al Señor en el retiro y ahora nos sacan hasta en los periódicos”. No le gustaba ser fotografiado. Lo consentía sólo cuando se lo ordenaba el superior.

La humildad le permitía incluso corregir al prójimo, sobre todo a los que blasfemaban. Un día un trabajador, a penas lo vio, comenzó a blasfemar. Fray Leopoldo se acercó y le dijo: “Si quieres ofender al fraile, hazlo, pero no ofendas al Señor”. El hombre lo escuchó con mucho respeto y se avergonzó de lo que había hecho. Otro día un lechero blasfemaba cerca del Convento de la Encarnación porque se le había derramado la leche de la cántara. Fray Leopoldo se acercó al pobrecillo y le dijo que el nombre de Dios había que invocarlo solamente para alabarlo. El lechero pidió disculpas diciendo que había perdido el jornal de aquel día. El Siervo de Dios lo socorrió con el dinero recibido de la caridad, recomendándole que alabara siempre el nombre del Señor.

5. Además del Crucifijo del Cristo del Perdón, tenía gran devoción a la Santísima Virgen con el rezo del Ave María. Las tres Ave María eran su Magnificat. Del corazón de nuestro Beato, esta oración se elevaba como una paloma hacia las blancas cumbres de Sierra Nevada hasta llegar al corazón de la Virgen María. Las tres Ave María tenían siempre la misión de cambiar el agua del dolor y de la tristeza en el vino del consuelo y de la alegría. Ante las miles de preguntas y peticiones de todo tipo, la respuesta de Fray Leopoldo no consistía en muchas palabras o en consideraciones especialmente elevadas, sino que era sencilla y concreta: querido hermano, querida hermana, reza con fe tres Ave Marías a la Divina Pastora. Fray Leopoldo tenía absoluta confianza en la eficacia de esta oración mariana. Cuando entraba en las casas saludaba siempre con el rezo de las tres Ave Marías. Dice un testigo: “Aquellas Ave Marías las rezaba con tanta piedad que me hacía pensar que valían más que los 365 rosarios que yo rezaba en un año”.

Un día, en contra de la opinión de los vecinos, entró en una casa de la Calle de la Cruz, donde vivía una mujer casada que llevaba una vida desordenada. Fray Leopoldo entró, visitó las habitaciones y sin saber quién era la mujer, le aconsejó que sirviera y amara mucho al Señor y a la Virgen María. En el momento de la despedida, la señora lo acompañó a la puerta, rogándole que volviera siempre que quisiera por su casa. Desde entonces, la señora cambió de vida. Cuando murió el Siervo de Dios, la mujer pasó toda la noche rezando, sin alejarse de allí. Decía: “Desde que entró el Siervo de Dios, en mi casa reina la paz y la serenidad”.

Un hermano, viendo que Fray Leopoldo tenía muchos rosarios ordenados encima de su mesa, le preguntó el por qué. Nuestro Beato respondió que los fieles, cuando compraban los rosarios, deseaban que un fraile los inaugurara rezando. Como en el convento él era el religioso más anciano, los hermanos le llenaban la mesa con todos aquellos rosarios. Fray Leopoldo estaba contento de poder rezar a la Virgen por las intenciones de aquellos piadosos devotos.

Se cuenta aún este hecho. Frente al convento de los capuchinos de Granada se encuentra el monumento más antiguo de España a la Inmaculada, el monumento del Triunfo. Fray Leopoldo un día escuchó que querían quitarlo de allí y llevarlo a otro lugar. Pero él temía que fuera éste el pretexto para dejar a Granada sin la protección de la Virgen. Por esto recurrió a todas las autoridades civiles y por último al alcalde de la ciudad, quien le aseguró que el traslado no se llevaría nunca a cabo. Fray Leopoldo  que confiaba sobre todo en Dios y en la Virgen, al salir de su conversación con el alcalde empezó a rezar con gran fe las tres Ave Marías, seguro de que la Virgen habría oído favorablemente su deseo. Hoy, el monumento del Triunfo se encuentra todavía allí, con su bellísima fuente y con sus nuevos y floridos jardines.

6. La caridad de Fray Leopoldo venía acompañada de dones extraordinarios y de muchas otras virtudes. Mientras vivió se le atribuyeron varias curaciones e incluso algunas profecías que más tarde se verificaron. Una de éstas está relacionada con la familia Velasco que, durante la guerra civil, había decidido irse a Madrid, a casa de unos familiares, para huir de la persecución. La noche antes de su partida, con el permiso del guardián, Fray Leopoldo salió del convento y se dirigió hacia la casa de esta familia para aconsejarles de que se quedaran: “No os vayáis, aquí estaréis seguros”. Se quedaron. Después de un tiempo supieron con gran dolor que sus familiares en Madrid habían sido asesinados todos.

Nuestro Beato rezaba mucho. A menudo se pasaba la noche entera, parte en pie y parte de rodillas, adorando al Santísimo Sacramento. A los hermanos más jóvenes les solía decir: “Hermanos, los ojos en el suelo y el corazón al cielo”.

Era alegre, sereno, afable, comprensivo, educado e ingenioso. La buena gente de Granada se le acercaba y con las tijeras, sin que él se diera cuenta, le cortaba un pedacito de la cuerda como reliquia. Al superior que se sorprendía por la continua petición de cuerdas nuevas, Fray Leopoldo le respondió: “Padre, no sé qué pasa con las cuerdas de hoy en día, al segundo lavado encogen”. Fray Leopoldo era una reliquia viva.

Un fraile se preguntaba: “¿Por qué a ti? ¿Por qué todos buscan con gran afán tu sepulcro, tus reliquias y tus estampas? Tú no eres ni alto ni gallardo, no eres robusto ni arrogante, ni rico ni elocuente, ni culto… ¿Por qué?”. Y la respuesta a esta pregunta era: “Tu eres sencillamente un faro de Dios para los hombres”.

El Beato Leopoldo era un hombre de Dios, humilde, bueno y caritativo, como el padre misericordioso del hijo pródigo del Evangelio de hoy. La Iglesia, cuando habla de bondad no enseña una idea abstracta del bien, sino que ofrece ejemplos concretos de mujeres y de hombres buenos, en los que se puede contemplar el esplendor de la bondad. Fray Leopoldo era un hombre justo que, irradiando caridad y humildad, hacía posible una convivencia más humana en la Granada de su tiempo. Con su oración rogaba a Dios que visitara a su pueblo, atrayendo de esta manera la abundancia de las gracias celestiales.

Los santos son el valor añadido de nuestra civilización. Nuestro Beato es una señal luminosa de la protección divina sobre la humanidad necesitada de consuelo y de esperanza. Sin los santos una ciudad es como un cielo sin sol y una noche sin estrellas. Los santos oxigenan la atmósfera de nuestra tierra con el perfume de su caridad.

Como los artistas que trabajan el mármol, quitando lo superficial para que emerja la estatua, de igual manera los santos, como los artistas de la belleza de Dios, quitan de su propia humanidad lo que es superficial e inútil, para hacer surgir la esencia y la perfección misma de Dios. Fray Leopoldo era el artista de Dios. Manteniendo la mirada fija en la bondad y en la verdad de Dios, transfiguró su propia humanidad enriqueciéndola de belleza sobrenatural.

En este día de fiesta, rogamos al Beato limosnero, que continúe protegiendo la ciudad de Granada, sus habitantes y a todos los fieles que recurren a su intercesión. Pero sobre todo, imitemos de él la caridad y la bondad, perdonando, edificando y beneficiando a nuestro prójimo. Para los santos no hay buenos ni malos, ni ricos ni pobres, ni de derecha ni de izquierdas. Para ellos todos son hijos de Dios. Los santos no dividen, sino que unen, no juzgan sino que perdonan, no odian sino que aman.

Se dice que el Señor había revestido a Granada de tanta belleza que incluso las estrellas del cielo se detienen para admirarla. Hoy las estrellas se han parado para admirar sobre todo la gloria de nuestro Bienaventurado Hermano Limosnero.

+ Angelo Amato, SDB